En el día del Maestro II


Hace dos días escribí un breve artículo (En el día del Maestro I) sobre educación a propósito del Día del Maestro (6 de julio en Perú, efemérides que rememora la fundación, por José de San Martín, 1822, de la primera Escuela Normal de Varones). En dicho artículo me propuse hacer una remembranza del maestro que tuve en mi pueblo, cuando en mi pueblo había escuela, escuela que, como estructura física aún sigue en pie, pero actualmente al servicio de actividades de tipo comunal.

En mi pueblo, allá por los años 50, había dos escuelas, una de chicos y otra de chicas, regentadas por un maestro y una maestra, ubicadas en el local del ayuntamiento, en la plaza del pueblo, plaza en cuyo centro, en estos mismos años se construyó una fuente, siendo esta la primera obra de agua corriente del pueblo. (Como paréntesis, también es importante mencionar que en estos años se inauguró una línea de autobús que diariamente hacía el recorrido de ida y vuelta a Palencia, la capital de la provincia, lo que implicaba que el nombre del pueblo (Báscones de Ojeda) se pasease por muchos pueblos palentinos). Igualmente, por estos años, se construyó una nueva escuela para los chicos, en la pradera de arriba, al lado del río, el Boedo. También cabe mencionar que durante esta década y la siguiente, el pueblo albergó la población más numerosa de una historia de 1200 años (475 habitantes), mientras que hoy día cuenta con tan solo 179 (censo de 2017).

Volvamos a la escuela y centrémonos en el maestro: Don Mariano.

Cuando yo ingresé a la escuela, allá por el año 1952, Don Mariano ya era maestro hacía algunos años, no muchos. En la misma éramos alrededor de 40 chicos, entre los 6 y los 14 o 15 años, término de los estudios en el pueblo. En una sola aula estábamos todos juntos y a todos nos atendía. La atención era grupal e individual y cada uno pasaba de año en cuanto conseguía los objetivos del mismo.

Los chicos íbamos a la escuela con un maletín de madera en el que llevábamos la pizarra, el pizarrín, el trapo para borrar la pizarra, lápiz, un cuaderno de caligrafía, palillero y plumas de diferentes números para la misma, el Catón, los pequeños, el catecismo (todos los años teníamos que aprender de memoria el mismo para recitarlo los miércoles (un capítulo por vez). Las clases eran de mañana y tarde, con tiempo al mediodía para comer, en casa.

Además del aspecto académico (todas las materias, redacción, ortografía, recitado, lectura grupal…), también colaboraba en el ámbito religioso: oración en la mañana, a mediodía el Angelus (tras el toque de campana), el rosario en la tarde durante todo el mes de mayo, el acompañamiento en la Iglesia (los chicos ocupábamos el ala izquierda de la cruceta de la iglesia, mientras que las chicas iban a la derecha, también con su maestra), los sábados el dibujo en la pizarra de una escena del evangelio del domingo tomada del taco para que cada uno la dibujáramos en el cuaderno, acompañaba también al viacrucis de la Cuaresma y alguna otra actividad menor.

No faltaban, algo fundamental en aquella época, los castigos (castigos que los padres apoyaban). Entre los más comunes y repetitivos estaban el de permanecer de rodillas (en ocasiones con los brazos en cruz) frente a la pared frontal, recibir unos cuantos azotes con vara de palo (si esta se rompía, el castigado tenía que proporcionarle al maestro una nueva al día siguiente) y quedar encerrados de uno a quince días en la escuela sin comer (como paliativo a este «sin comer», solíamos recurrir a un amigo para que en su maletín llevara un buen mendrugo de pan), y en el mes de mayo, si llegábamos tarde (esto solía ocurrir cuando jugando al marro nos perseguíamos hasta el monte), tras permanecer de rodillas hasta la salida, al día siguiente el infractor dirigía el rezo del rosario.

Es de resaltar que estos castigos no producían trauma alguno a quien los recibía, era algo inherente al sistema, formaba parte del ser estudiante. Si los padres se enteraban de que el maestro te había castigado podías estar seguro de que al llegar a casa algo te caía.

Por encima de todo, Don Mariano era un maestro muy considerado, por todos, y dejó una impronta positiva, cargada de agradecimiento, especialmente para mí, en todos y cada uno de los chiguitos que en los años 50 del siglo pasado asistíamos a la escuela.


Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *