De matracas, carracas y carracones


Han pasado muchas lunas desde que la Iglesia marcaba y controlaba, con los tiempos litúrgicos, el devenir social, agrícola y, por ende, económico, de los pueblos de España, al menos de «mi pueblo» (en mi mente de niño hablar de «mi pueblo» era como hablar de cualquier otra parte del mundo).

¿Qué podía escapar a dicho control? ¿Quién se erigía en observador y juez de la sacrificada vida del campesino de «mi pueblo»?: las campanas (y en ocasiones, los campanillos). Las campanas eran vigía y punto de mira del labriego: nacimiento, muerte, matrimonio, primera comunión, confirmación, novenas, triduos, vía crucis, misas, rosarios, procesiones, permiso para trabajar los domingos en verano, incendios, riadas, tormentas, visita del obispo, cantamisas, vísperas de fiestas, toque de ánimas, el ángelus, etc.

El poder de las campanas era omnímodo y omnipotente. ¿Siempre? Casi siempre.

Había una época del año litúrgico, la Cuaresma, (o ¿solo Semana Santa?) en la que las campanas cedían su hegemonía a las matracas, carracas y carracones. Las campanas silenciaban su tañer y se hacía presente la matraca («instrumento de madera compuesto de un tablero y una o más aldabas o mazos, que, al sacudirlo, produce ruido desapacible», DRAE). Todos los niños del pueblo teníamos una matraca (las carracas quedaban para las chicas).

Con ellas (con las matracas) recorríamos el pueblo tocando a misa, a entrar, al rosario, en la iglesia (la campanilla del monaguillo también estaba obligada a silenciar su alegre y saltarín sonido); con ellas tocábamos a las puertas de algunas casas en las que sabíamos que molestábamos bastante y salíamos corriendo en cuanto nos amenazaban con palos o instrumentos cortantes (léase «dalle», o «guadaña», para los que no son de «mi pueblo»); con ellas como soporte, sentándonos en uno de sus lados y sujetándonos con las manos al mazo central, íbamos al monte a realizar carreras en bajada en alguna quebrada con ciertas dificultades de caída (aunque para este menester era más divertido llevarnos algún lavadero que dejaban las mujeres a la orilla del río, porque en el mismo podíamos «montarnos» dos o tres al mismo tiempo, lo cual hacía que las volcaduras fueran más sonadas; ¡pobres lavaderos!).

Las matracas, convertidas en voz oficial de la Iglesia, una voz que el Lunes, Martes y Miércoles Santo dejaba de ser voz para pasar a ser trueno aterrador al interior de la iglesia en la conmemoración de las tinieblas que acompañaron al Señor en su muerte.

Dejamos el relato de esta celebración para el próximo episodio, porque las «tinieblas» eran el plato fuerte de los tres primeros días de Semana Santa, Semana Santa que, a pesar de lo que piensa hoy día mucha gente, sigue teniendo en su haber siete días.


3 respuestas a “De matracas, carracas y carracones”

  1. Desde el año 1996 estoy haciendo un trabajo que se titulará:
    Campanas de Viernes Santo: matracas y carracas. He leído con interés su artículo sobre el tema. Le felicito. ¿Podría ponerme en contacto con Vd. para hablar sobre el particular?. Tiene mi correo y la dirección postal es:
    Miguel Ricarte Afonso
    35280 – Santa Lucia de Tirajana
    Gran Canaria -Islas Canarias

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