El huerto del cura


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Mi pueblo, allá por los años 50, tenía derecho a cura propio por cuantía poblacional, derecho que está a punto de perder por dos razones demográficas: la primera, porque el pueblo, mi pueblo, está perdiendo habitantes a ritmo un poco acelerado, y la segunda por razones vocacionales debido a la escasez de curas que afecta a la iglesia universal, escasez que por el momento ha llegado a un punto muerto tras una desaceleración geométrica a partir de los años 70. Y si el cura, bueno, el señor cura, Don Luis, por la fecha en que nos ubicamos en esta nota, tenía derecho a casa, también tenía derecho a huerto: casa y huerto formaban un binomio familiar que comprendía a toda la población.

Todos teníamos huertos. Pero el hecho de tener huerto no nos impedía, a los chiguitos del pueblo, «asaltar» huertos ajenos para degustar fresas, manzanas, ciruelas, peras o guindas (frutas estas con presencia veraniega en la mayoría de los huertos del pueblo). Sin embargo era el huerto del cura el que sufría invasiones y rapiñas con harta frecuencia. Y todo el mundo tenía conciencia de que así era.

Tan obvia era esta situación que el cura, el señor cura, era consciente de la misma. Como confirmación de esta aseveración baste el siguiente ejemplo.

Un año, ya entrada la primavera y los frutales mostrando sus ubérrimas flores, se presentó una helada que arrasó con las flores en ciernes. Esto, el quedarse los frutales sin flores ocurría con alguna frecuencia por dos fenómenos naturales: una helada tardía o una granizada de las de verdad, dando lugar a que los árboles frutales se tomaran un año sabático. Al cura, al señor cura, parece que esta circunstancia no le desagradó, y en uno de los sermones (la temática de los sermones dominicales de mi pueblo, de Don Luis, se mostraba igualitaria con lo divino y lo humano, cualquier tema era bueno para un buen sermón), con cierto sarcasmo, desde el púlpito, comunicó a toda la feligresía (aunque dirigido especialmente a niños y mozos) que «este año no van a robar la fruta del huerto del cura». Sin embargo, la naturaleza se toma también sus buenos momentos y en un alarde de reparar el daño causado los árboles frutales volvieron a florecer, y las flores terminaron en frutas y las frutas de todos los huertos maduraron y como era de esperar las frutas del huerto del cura, del señor cura, fueron el objeto preferido de los niños y mozos del pueblo.

En este afán de compartir la fruta del huerto del cura también podían participar los hombres del pueblo. A finales de agosto y principios de septiembre se metía la paja. Para esta tarea veraniega, la última, a los carros se les ponía tableros a los costados y redes o mantas adelante y atrás para aumentar la capacidad del carro y no hacer muchos viajes a la era. Los chiguitos nos encargábamos de calcar la paja para que entrara más en cada viaje. El carro se llenaba a tope y durante el viaje de la era a la casa, al pajar, con el traqueteo la paja podía bajar de nivel, lo cual implicaba que el calcador no había cumplido bien con su tarea. Los chiguitos podíamos regresar hasta la casa o quedarnos en la era a esperar el siguiente viaje. Uno de los recorridos, pues el trayecto a recorrer dependía de la ubicación de la era (arriba, abajo o el cabo) pasaba al lado de la tapia del huerto del cura, del señor cura, y uno de los árboles frutales (en este caso un manzano) sobrepasada la pared y parte de la copa daba a la calle. Mi padre detuvo el carro bajo el manzano y me dijo: «Dale un meneo a las manzanas, hijo». Trabajo que realicé con gran satisfacción y con la vara, con un clavo en la punta que servía para arrear a las vacas, logré que algunas manzanas bajaran a descansar sobre la paja. El huerto del cura seguía siendo objeto de atención preferencial para todo hijo de vecino.

Otra fecha señalada para visitar el huerto del cura, del señor cura, era la despedida de los quintos, los que cumplían la edad establecida para servir en el ejército. Esta despedida solía celebrarse con una cena y las viandas eran retiradas de algunas casas (generalmente de familiares), a hurtadillas o con engaños. La que sí tenía lugar fijo era la fruta, que como es lógico debía provenir del huerto del cura, del señor cura. Mi quinta, yo estaba exonerado del ejército (como todos los seminaristas, por convenio entre la Iglesia y el Estado), en la fecha señalada y con recorrido (para observar los lugares de acopio) por las calles del pueblo, consiguió dos conejos, entre otras viandas y preparamos la cena. A las 10 de la noche salimos a buscar la fruta, al huerto del cura, no podía ser otro el lugar. Muy confiados y risueños fuimos al huerto del cura y cuando abrimos la puerta, íbamos preparados para eso, el cura nos estaba esperando tras la puerta, nos gritó, salimos corriendo (no logró alcanzarnos) y regresamos, después de un gran rato, al lugar de la cena. Esperamos un tiempo prudencial, comprobamos que el cura había regresado a su casa, y misión cumplida: de postre, fruta del huerto del cura, del señor cura. Provecho.

Así funcionaba el huerto del cura, del señor cura.


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