Mi casa ya no es mi casa


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En «¿Mi pueblo ya no es mi pueblo?», publicado hace unos días, el interrogante dejaba abierto el paso a que el pueblo siga siendo el mismo, a pesar de que mi casa ya no es mi casa, lo cual hace que también mi pueblo llegue a perder un poco el atractivo para mí y pierda un poco de intensidad en mi acervo vivencial de los recuerdos de mi casa y de mi pueblo.

Mi casa fue la casa de mis padres, construida por ellos. Fallecidos los mismos, pasó a ser la casa de los hermanos, hasta que el reparto de la herencia, por razones que no es del caso rememorar, nos marginó, a los cuatro hermanos que seguimos en este valle de lágrimas, de su posesión. Mis tres hermanos han levantado casa en el pueblo, bien por ellos, pero la casa que cuando nos dispersamos por algunos puntos de España (Valladolid y Bilbao) y del extranjero (Perú y Venezuela), nos posibilitó reencontrarnos de manera bastante intermitente, esa, esa, ya no volverá, esa ya no nos acogerá.

La casa tenía dos zonas bien marcadas: la vivienda como tal, con portal, comedor, cocina, bodega, debajo de la escalera (primer piso); cinco cuartos para dormitorios (segundo piso) y desván (tercer piso) y los espacios para animales (corral, cuadra, conejera, gallinero, cubil), y otros (patatera y lugar para guardar herramientas varias, carbonera, hornera, horno, leñero y pajar –para la paja y la yerba-). En el centro, un patio. El carro (el de las vacas, con el que se realizaban las tareas en el campo) se ponía a resguardo de la lluvia en el portalón, portalón que era la entrada principal a la casa, la de la llave grande.

¡Qué no vivíamos en la casa! La casa, cada quién en su lugar, la compartíamos con ovejas, cabras, vacas, conejos, gallinas, cerdos y también con ratones que correteaban principalmente por la patatera, pajar y desván, a quienes perseguían una gata y alguna ratonera, esta con capacidad para atrapar de uno a cuatro ratones, casi a diario. Todos estos animales tenían su espacio independiente.

En mis primeros años el cerdo solía salir a retozar en el barro de un arroyo que circulaba a diez metros de la casa; las gallinas también salían a picotear por el arroyo y la pradera; las vacas eran sacadas a tomar agua al río, no faltando ocasiones en que pisoteaban la ropa tendida en la pradera (en el suelo) para secar, con el consiguiente reguñir de las mujeres; las ovejas salían todos los días, excepto algunas veces que, por la inclemencia del tiempo, permanecían en el corral, a pastar por rastrojos y laderas, cuidadas por un pastor que conducía un rebaño con las ovejas de otros vecinos, en el mismo rebaño que las cabras. Los que no salían de la casa eran los conejos, situación compartida con los ratones, aunque por razones diferentes. Con el tiempo se fueron restringiendo la salida de la casa a todos los animales (hasta prohibirles totalmente la salida al exterior), menos a las ovejas y a las vacas.

Pero el centro vital de la vida familiar era la cocina, el único lugar donde nos reuníamos varias veces al día. Ahí, en la cocina, nos encontrábamos para desayunar, parte del año, la más fría, tras un «¿cómo estás, hijo», «bien, gracias a Dios», «y usted, madre, ¿cómo está?», «bien, gracias a Dios»; ahí comíamos, cuando se comía en casa y no en el campo (arar, roturar, sembrar, regar, segar…) o la era; desayunando podía surgir algún problema, especialmente cuando comíamos las sopas tostadas, cocinadas en una cazuela de barro y tostadas en el fondo y a los costados (el tostado era lo que más nos gustaba), y en ocasiones metíamos la cuchara un poco más allá de la línea-corte que separaba las cinco porciones (éramos cinco hermanos superviviente) lo cual implicaba discusiones y peleas verbales; ahí, en la cocina, merendábamos y cenábamos; ahí se rezaba el rosario, del que era difícil escapar pues en la iglesia también se rezaba el mismo todos los días; ahí se recibían las visitas; ahí, en las noches de invierno, mullíamos la lana, la escardábamos, mi padre la hilaba en la rueca y mi madre tejía jerséis y calcetines; ahí esjerugábamos garbanzos y algunas otras vainas; ahí jugábamos, chicos y grandes, casi solo en invierno, a la brisca y al tute, al parchís y la oca, al dominó, a la pulga, a las tabas; ahí hacíamos tareas de la escuela, cuando nos dejaban alguna; ahí pintaba yo algunos sacos de yute para alfombras para el segundo piso (pasillo y alguna habitación); ahí mi hermana mayor bordaba sábanas; ahí se planchaba la ropa con la plancha calentada con brasas de carbón; ahí se recibía a las visitas; ahí se hacía la compra y venta de diversas transaciones relacionadas con el campo y los animales; ahí se comentaban los pormenores de la matanza del cerdo, con orujo en la mañana y comiendo unas chuletas en la tarde con los familiares que habían ayudado en la matanza; ahí, en la trébede, reposaban los niños pequeñitos antes de aprender a caminar, bien envueltos, como momias; ahí se colgaba la ropa mojada para que secara cuando a la intemperie no secaba nada; ahí, sobre la trébede, también se colgaba el saco con panales de abejas para que con el calor de la cocina la miel se escurriera del saco; ahí, también en la trébede se ponía a los pollitos recién nacidos durante el invierno; presente en la cocina también se veía permanentemente a la gata, intentando sacar algo de las cazuelas, fechoría por lo que al día recibía más de un cazazo (de ahí lo de «el gato cazorito se quemó el hocico»); ahí, en la cocina…, ahí… ¡qué no se hacía en la cocina!

Mi casa ya no es mi casa y por lo tanto, todo lo anterior ya no volverá, ya nada será igual a lo que la casa significó para nosotros, los hermanos; la casa real ya salió de nuestro ámbito, pero jamás se irá la casa en que transcurrió nuestra infancia; casa esta que se mantiene indemne en cada recuerdo de esos tiempos ya tan lejanos en el tiempo pero tan cercanos en nuestro recuerdo cuyas brasas siempre mantendremos vivas, chispeantes; esta es la casa que siempre será mi casa.


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